Obesidad infantil: ¿la culpa es de los padres?
Dos especialistas desarman los mitos de la crianza saludable y muestran que el problema va mucho más allá del hogar. ¿Por qué no alcanzan las campañas de prevención?

En los pasillos del supermercado, Mariana hace lo que puede. Dos chicos que piden galletitas, una lista mental de "cosas sanas" y un sueldo que se achica con cada carrito. El taller de nutrición del centro de salud le dijo que comprara frutas, verduras, legumbres. Pero el precio del zapallito subió y la merienda del recreo sigue siendo una batalla perdida frente a un paquete de alfajores en oferta. El dilema la persigue entre góndolas: ¿será culpa suya si sus hijos terminan con sobrepeso?
La ciencia acaba de decirle que no. O al menos, no del todo. Un estudio publicado en The Lancet, con datos de más de 9.000 chicos de diez países, desarma la vieja receta de los manuales de crianza. La investigación analizó 17 programas de intervención dirigidos a padres para prevenir la obesidad infantil. El resultado: después de años de charlas, folletos y campañas, la diferencia en el peso de los chicos fue casi nula. Traducido al idioma de los supermercados: no alcanza con enseñar a cocinar zapallitos si el entorno entero empuja a los pibes a elegir papas fritas.
El 20,4 por ciento de los niños y adolescentes argentinos sufren obesidad, según la Segunda Encuesta Nacional de Nutrición y Salud (ENNyS 2), un porcentaje que convierte al país en uno de los líderes de América Latina en esta crisis silenciosa que amenaza la salud presente y futura de toda una generación.
Argentina, otra vez, está en el podio equivocado. Uno de cada cuatro chicos tiene sobrepeso. Las cifras se repiten con la frialdad de un diagnóstico viejo, pero nada cambia. Ni los precios, ni los hábitos, ni las políticas. Las campañas van y vienen, los ministerios cambian de nombre, pero la comida ultraprocesada sigue en la primera góndola, con colores brillantes y muñequitos sonrientes.
En el fondo, como dice Mónica Katz, médica especialista en Nutrición y una de las voces más escuchadas en el tema, el problema no está en la heladera. "Formamos generaciones que saben dividir fracciones, pero no saben qué están comiendo", dispara con precisión quirúrgica. No lo dice desde el enojo, sino desde el hartazgo. "El modelo educativo argentino no enseña a comer. Les enseñan historia, matemáticas, pero no les enseñan a cuidar su cuerpo".
Educación que engorda
La especialista apunta a una falla estructural: un sistema escolar que sigue enseñando con tizas y manuales del siglo pasado mientras los chicos aprenden a comprar por TikTok. "El modelo educativo que tenemos no forma, ni siquiera de manera básica, a los chicos sobre la importancia de la alimentación", asegura. Y tiene razón: nadie les explica por qué una gaseosa de medio litro tiene más azúcar que un desayuno entero.
El resultado está a la vista: pibes que crecen sin saber leer una etiqueta, sin tiempo para jugar y con un kiosco en cada esquina. Katz lo resume: generaciones sin conciencia alimentaria, pero bombardeadas por publicidades que sí saben cómo llegarles. "El bombardeo de publicidad, en especial en medios de comunicación y redes sociales, está diseñado para que los chicos consuman productos ultraprocesados. Y no hablo de un bombardeo moderado, sino de un ataque constante y sistemático", advierte.
Ahí está la trampa: un niño frente a una pantalla es un consumidor cautivo. Los colores, los jingles, los desafíos de redes: todo pensado para crear deseo antes de que haya conciencia. Es urgente implementar políticas públicas que limiten los anuncios, sobre todo en los horarios en que los niños más consumen televisión e internet. Pero el Estado, que sí regula el etiquetado de los medicamentos o los cigarrillos, todavía no parece dispuesto a meterse con las hamburguesas felices.
La nutricionista también apunta a otro enemigo: las porciones. "Las porciones que se sirven son desmesuradas. No hay una política seria que regule este aspecto, y así lo que estamos haciendo es crear una cultura de consumo excesivo", insiste. Lo que antes era una hamburguesa hoy son tres pisos de pan y fritura. Publicidad agresiva y porciones gigantes: el menú perfecto para criar futuros pacientes.
Katz propone un antídoto sencillo y revolucionario: enseñar a los chicos a conocer su propio cuerpo. "Se pueden realizar talleres gustativos donde entrenan su capacidad de identificar lo salado, lo dulce, lo graso y lo calórico. Además, es necesario trabajar en la alfabetización emocional. Hay que fortalecer sus recursos interoceptivos", explica. Los recursos interoceptivos se refieren a la capacidad de percibir, interpretar y responder a las señales internas del cuerpo. La interocepción es, básicamente, "sentir lo que pasa adentro": hambre, sed, saciedad, latidos del corazón, tensión muscular, respiración, temperatura, incluso emociones que se reflejan en sensaciones físicas (como mariposas en el estómago o tensión en los hombros). En criollo: que aprendan a escuchar el cuerpo antes que al marketing.
Responsabilidad compartida
Pero la batalla no se libra solo en los hogares. Lo dice, Mariángeles Espiño, especialista en Nutrición y Diabetes y jefa del Servicio de Nutrición del Sanatorio Trinidad Quilmes: "Es un problema complejo que necesita un enfoque integral". Traducido: no hay manera de ganarle a la obesidad infantil con un folleto o un taller de cocina.
"Los individuos vivimos en sociedad, no solo dentro del hogar", recuerda Espiño, y tiene sentido: los chicos comen en la escuela, en la casa de los abuelos, en los clubes. En todos esos lugares, la comida es más que alimento: es premio, castigo, consuelo o rutina. "Es cierto que los padres tienen un papel crucial, pero también es fundamental que comprendan y puedan seguir las indicaciones que se les brindan", señala.
Y hay algo más, quizás lo más incómodo: el estigma. "Es esencial que todo el abordaje sea comprendido con la misma intensidad, para evitar separaciones, sesgos o cargas innecesarias", advierte Espiño. Porque detrás de cada chico con sobrepeso hay un adulto que carga con culpas y un sistema que descarga responsabilidades.
Mientras tanto, Mariana sigue empujando el carrito. Mira los precios, saca cuentas, se promete volver a probar con las legumbres. En la caja, una mamá como ella repite la escena: un intento, una renuncia, una resignación. No es pereza ni desinterés, es supervivencia. Con todo, la ciencia ya habló, pero el supermercado no entiende de papers. Y el país, entre góndolas y excusas, sigue en deuda con sus propios hijos.
Lo que falta —y Espiño lo dice sin rodeos— es una mirada que integre todo. "Para lograr cambios duraderos, es fundamental que existan programas a nivel nacional y provincial, pero también dentro de la comunidad en su conjunto". Sin ese marco, los esfuerzos aislados se diluyen, como los consejos de nutrición frente a una góndola llena de descuentos.
Info: María Ximena Perez – Agencia de Noticias Científicas