Un estudio internacional cuestiona el menú infantil y el marketing que lo promociona
Azúcar disfrazado y sin nutrientes. Cómo volver al plato casero, según una especialista argentina

En la góndola, todo parece tierno. Frasquitos con etiquetas en tonos pastel, tipografías de cuento, ositos sonrientes que prometen "barriguitas contentas" y una cucharita mágica que entra directo en la boca de un bebé embobado. Del otro lado, la postal publicitaria: mamá (o papá, según el guion) sonríe como si estuviera sirviendo amor a cucharadas. Pero ese amor viene con trampa. Debajo del disfraz saludable, lo que hay es otra cosa: azúcar. Mucha. De la buena para vender, pero no tanto para crecer.
Una cucharada por mamá, otra por papá… y una tercera para el negocio. Porque el mercado global de alimentos infantiles alcanzó en 2024 los 53.700 millones de dólares. En cada frasco viene manzana tibia, sí, pero también una carga obscena de azúcar, nutrientes que brillan por su ausencia, y una etiqueta que seduce más de lo que informa.
Todo eso lo desnuda una reciente revisión científica publicada en Maternal & Child Nutrition, los científicos decidieron hacer lo que nadie hace cuando tiene un bebé en brazos y sueño acumulado: leer la letra chica de más de 3.400 productos infantiles vendidos en Reino Unido, Europa, Australia y Nueva Zelanda.
El hallazgo incomoda, aunque no sorprende: la mayoría de las papillas, purés y snacks comerciales está cargada de azúcar, es blanda como un abrazo envasado y vende más emociones que nutrición real. Las etiquetas dicen "sin azúcar agregada", pero adentro hay jugos concentrados, frutas ultraprocesadas y promesas con gusto a vainilla. El resultado: paladares educados para preferir lo dulce antes de saber pronunciarlo.
Fruta, mentira y conservante
Entre 2019 y 2024, los investigadores analizaron más de 3.400 productos alimenticios dirigidos a niños pequeños en cuatro regiones del mundo. El veredicto fue contundente: había más marketing que nutrientes, más dulzura que verdad y menos desafíos sensoriales de los que necesita un paladar en formación.
El 56 por ciento de los productos era suave, homogéneo y diseñado para no requerir masticación, aunque estuvieran destinados a niños de hasta tres años. En otras palabras: chicos grandes comiendo como si todavía tuvieran encías recién estrenadas. Y el azúcar no era apenas un condimento: era el ingrediente principal. Promedio por cada 100 gramos:
Todo eso muy por encima del umbral de 5 gramos que el Servicio Nacional de Salud británico (NHS) define como "bajo en azúcar". Pero claro, la etiqueta no dice "alta en azúcar". Dice: "bebé feliz".
"Aunque es cierto que muchas de estas fórmulas han sido reformuladas para disminuir ciertos ingredientes, siempre van a contener conservantes que les permitan mantenerse en góndola por mucho tiempo sin alterar sus características. Pero, desde ya, no tienen el mismo sabor, textura ni valor nutricional que el alimento real", advierte Mariángeles Espiño, nutricionista y jefa del Servicio de Nutrición del sanatorio Trinidad Quilmes.
El paladar que la industria educa
La dulzura, en la infancia, es una trampa con moño. No solo por las caries o la balanza, sino porque moldea el deseo. Si el primer alimento sólido que prueba un bebé llega con azúcar y se traga sin esfuerzo, lo que se está formando no es un niño sano, sino un consumidor disciplinado.
"Estamos educando su paladar en dirección contraria a lo saludable. Lo estamos llevando hacia el consumo de productos ultraprocesados desde el comienzo mismo de su vida alimentaria", señala Espiño. Y no se trata solo de paladar. Se trata de desarrollo neurológico, muscular, incluso del habla. Porque aprender a masticar es una parte fundamental del crecimiento, no es un trámite.
Siguiendo esta línea, las etiquetas no informan: acarician. "Todo natural", "sin azúcar agregada", "Feliz desde la primera cucharada". Pero cuando se lee la letra chica —esa que muchas veces no se revisa—, la ilusión se desvanece. El trabajo también detectó que los cuidadores eran 13,7 veces más propensos a comprar un snack si el envase decía "sin sal ni azúcar agregados", aunque el producto tuviera más azúcar que un caramelo.
En Alemania, 3 de cada 4 cereales infantiles no contenían hierro fortificado. En Australia, solo el 22 por ciento de los productos cumplía con los estándares de la OMS. Pero eso no está en la góndola. Lo que hay en la góndola es diseño emocional y frases tranquilizadoras. Porque si parece sano, si viene con ositos y tapa rosca, no da culpa.
¿Y entonces, qué comemos?
"Lo ideal sería que estos productos estén solo en el 'botiquín de urgencias', para un viaje o una emergencia. No como base de la alimentación diaria", insiste Espiño. Y agrega: "Cuando estamos en casa, o incluso en traslados cortos, es perfectamente viable tener comidas caseras preparadas y frizadas: purés, carnes cocidas, sopitas, compotas de fruta sin azúcar".
Las estrategias que propone no son gourmet: son posibles. Cocinar, frizar, calentar en una ollita. No hace falta más. "Durante el primer año de vida no se recomienda el uso de sal. El riñón del bebé está en desarrollo, y el sodio debe incorporarse recién después del año, y de forma gradual", explica.
"Al hervir las verduras para un puré podemos agregar apio, puerro, zapallito o zucchini. Así, además del puré, obtenemos un caldo natural, nutritivo, sin necesidad de sal ni calditos industriales", sugiere la nutricionista. Además de ser más sano, lo casero es también una forma de recuperar saberes.
Y para el postre, nada de etiquetas:" Compota de manzana, de pera, frutas cocidas al horno o microondas, en trozos o procesadas, listas para frizar y llevar. Esas son alternativas naturales, económicas y seguras".
Seguridad alimentaria, ¿para quién?
La pregunta que deja flotando el estudio no es solo "¿qué hay en ese frasco?", sino "por qué se termina confiando más en el supermercado que en la propia cocina". Si alimentar a un bebé depende de una etiqueta, entonces toda una familia depende de una marca. Y eso no es comodidad: es vulnerabilidad. El mercado crece, las ventas explotan, pero la soberanía alimentaria retrocede. Porque si ya no se sabe cómo hervir una zanahoria o hacer una compota, entonces tampoco se sabe elegir.
Con todo, defender la seguridad alimentaria infantil es garantizar que todas las familias, con tiempo o sin él, con freezer o sin microondas, puedan acceder a comida real. Y, fundamentalmente, que la industria no le gane por cansancio al sentido común.
¿Hay que demonizar las papillas envasadas? No. Pero sí hay que mirar la etiqueta con más desconfianza que ternura. Hay que dejar de creer que un frasco con manzana tibia equivale a una comida real. Y, sobre todo, hay que volver a una pregunta incómoda pero fundamental: ¿esto que le doy al bebé, lo comería yo? Si la respuesta es no, entonces no alcanza con que diga "sin conservantes".
Porque la infancia es el tiempo de formar hábitos. Pero si ese hábito empieza con una cucharada de azúcar disfrazada de salud, lo que se cría no son ciudadanos sanos, sino consumidores entrenados. Una por mamá, otra por papá… y la tercera para el negocio, que siempre vuelve por más.
Info: María Ximena Perez – Agencia de Noticias Científicas